Hay experiencias que dejan huella no por lo extraordinario que se hace, sino por la profundidad con que se vive. El campo de trabajo Encuentro y Reconciliación, en San Sebastián, se convirtió para un grupo de jóvenes Magis en un verdadero laboratorio de humanidad y fe compartida.
Cada jornada tenía un pulso propio, marcado por la oración, el encuentro y el compartir. Las mañanas comenzaban con un momento de oración que abría el corazón y afinaba la mirada para lo que vendría después. Con esa fuerza interior, íbamos cada día a Martutene para participar en talleres con las personas privadas de libertad. Entre dinámicas, conversaciones y actividades, surgía el milagro del encuentro: mirar a los ojos, abrirse y dejarse tocar por las historias de vida.
Por la tarde, un grupo volvía a la cárcel para hacer deporte con los internos, donde lo importante no eran las reglas ni los resultados, sino la complicidad y la confianza que nacían en cada pase o jugada. El otro grupo realizaba actividades en Loiolaetxea, aprovechando el buen tiempo en la playa o visitando algunos lugares cercanos como Pasajes de San Pedro: la vida compartida abre más puertas que cualquier discurso.
El día concluía con un círculo Magis —espacio de silencio, palabra y discernimiento— o con la eucaristía, donde lo vivido se ofrecía a Dios y se recibía como don. Después, la cena en Loiolaetxea se transformaba en una mesa fraterna: risas, confidencias y complicidad entre jóvenes y personas en proceso de inclusión, todos formando una sola comunidad.
Poco a poco, los prejuicios caían. Gala Gómez nos compartía: “Conocer la cárcel me ha parecido tanto duro como bonito… Nunca habría pensado que entregarme a otras personas me iba a hacer tan feliz”. Lo duro era el dolor que pesa en la vida de los internos; lo bello, descubrir la gratitud, la fe y la esperanza que aún allí brotan.
Gabriel del Campo se queda con las miradas: “Me han recordado que la bondad y la humanidad están siempre ahí, aunque a veces toque buscarlas un poco”. En Martutene y Loiolaetxea, cada mirada se volvió espejo donde reconocerse: todos en camino, todos necesitados de confianza y reconciliación.
La experiencia abrió también una comprensión nueva de la justicia y del perdón. Juan Mayorga lo expresa con hondura: “Es un acto de reconciliación difícil pero valioso, donde la dureza de la realidad penitenciaria abre la posibilidad de escuchar y ver a la persona más allá de su delito, reconociéndola como ser humano, como un hijo pródigo en camino”.
En el fondo, lo vivido fue mucho más que un campo de trabajo: fue una escuela de humanidad. Teresa Domínguez lo resume con fuerza: “Dios nos perdona lo que ni nosotros mismos nos perdonamos… ¿cómo nosotros no vamos a confiar?”. La cárcel, los talleres, el deporte, la vida en Loiolaetxea y los círculos Magis nos fueron mostrando que el encuentro verdadero transforma y que la reconciliación siempre es posible.
Al concluir, los participantes regresaron con una certeza grabada en el corazón: la cárcel no es solo un lugar de encierro, aunque muchas veces la estructura parece pretenderlo, sino un espacio de búsqueda y esperanza. Compartir la vida con quienes luchan por rehacerse es un privilegio. Y la reconciliación comienza siempre por mirar con los ojos de Dios, descubriendo la dignidad inviolable de cada persona. Al comienzo de la experiencia se nos invitaba a “odiar el delito y amar al delincuente”, conforme pasaban los días al poner nombre y apellidos a esa frase, fueron surgiendo preguntas y retos que como grupo fuimos discerniendo.
En Martutene y Loiolaetxea, la experiencia Magis se convirtió en un milagro del encuentro: un recordatorio de que todos estamos llamados a reconciliarnos, a levantarnos y a volver a empezar. Y que, al hacerlo juntos, la esperanza es más fuerte que cualquier muro.
